Puedo asegurar que cuando me senté a escribir pensaba hacerlo sobre el cine de animación de nuestros días, pues hay muchos trabajos cercanos que celebrar, como el de Ignacio Ferreras sobre el cómic de Paco Roca en «Arrugas» y la premiadísima «Chico y Rita» de Fernando Trueba e Ignacio Martínez de Pisón, que sumados a la visión plástica del genial Mariscal, nos han regalado una película que despierta todos los sentidos con su extraordinaria banda sonora y esa magnífica recreación de La Habana de los años 40, llena de sensualidad y poesía. Quería hablar también de la animación japonesa, de la triste y grandiosa «Tumba de las Luciérnagas», y cómo no, de mis queridos rusos, los maestros Norstein y Petrov y al pensar en ellos pensé también en Aute y su película «Un Perro llamado Dolor». Sí, quería hablar de la animación en nuestro tiempo. Pero de pronto, como el estallido de un antiguo flash de magnesio en mi cabeza, se ha encendido una pregunta.
¿Cuándo y cómo empezó toda esta belleza?
Nos entregamos al mágico universo de los dibujos animados, como niños inocentes frente a la pantalla, nos dejamos hipnotizar y creemos rotundamente en la verdad de unos personajes, que muchas veces no son más que pedazos de plastilina animados, trazos esquemáticos del dibujante y manchas de color, creemos en ellos como si los dibujos animados fueran una respuesta a la necesidad que sentimos de seguir jugando para siempre y conjurar, un poco, el destino inevitable ante el que se inclina la vida… quizá.
Observo a mi gato mientras persigue su propia sombra, pero por más que le fascine su reflejo, mi gato Maurice, a pesar de su nombre francés, jamás habría podido inventar el cine ni podría haberse parodiado a sí mismo en los geniales dibujos de Félix el Gato en los años veinte. Maurice no sabe de quién es esa sombra que se burla esquiva en la pared.
Nosotros también fuimos una vez ese gato hasta el día en el que reconocimos nuestra sombra, y entonces comprendimos, que el reflejo aterrador que la luz del fuego hacía temblar sobre la piedra, de alguna manera nos eternizaba. Desde los orígenes, el ser humano ha intentado atraparse a sí mismo y al mundo que le rodea, y es posible que esa rebeldía ante lo efímero, fuera el impulso primario que inspiró la persistente búsqueda de dotar de alma nuestra sombra. Eso en definitiva es la esencia del cine de animación.
Desde aquellas rudimentarias linternas mágicas que ya se conocían en culturas desarrolladas como la china o el Egipto de los faraones, hay continuos indicios de la búsqueda tenaz de las formas proyectadas. Siempre esa búsqueda ha estado relacionada con nuestra necesidad de juego, al mismo tiempo que con el afán de investigación y conocimiento.
El cine de animación aprovechó desde el principio los avances técnicos del cinematógrafo, pero no era un neófito en el mundo de las imágenes animadas sino que llegaba precedido de innumerables ejercicios de sombras chinescas, juguetes y artilugios que desde el siglo XVII empezaron a despertar, unas veces el interés del público y otras el terror, pues la publicidad que acompañaba la comercialización de las linternas utilizaba nombres tan evocadores como, «Apariencia nocturna para espectadores aterrados», «Linterna de las Brujas» o «Linterna del miedo» El efecto paralizaba a los espectadores en las sillas. Es maravilloso el recorrido y la evolución de las linternas mágicas hasta la creación del cinematógrafo y ellas por sí solas merecen un artículo, pero mi intención no es más que la de reflexionar sobre el impulso que las crea.
Émile Reynaud, padre del cine de animación
Desde siempre la proyección y animación de imágenes intuyó su potencial como espectáculo. Ya a finales del siglo XVIII los animadores ambulantes cargaban con todo tipo de artilugios y juguetes ópticos, instrumentos musicales y mucho sentido escénico para aterrar y entretener al público con sus historias animadas. Entre la infinidad de nombres que impulsaron la evolución de la animación, hay uno que destaca por la magnitud de su creación, y nos conmueve especialmente, por haberle tocado vivir en esa franja trágica de la transición de los juguetes ópticos a la aparición del cinematógrafo. Ese personaje es Émile Reynaud, creador del Praxinoscopio y más tarde de aquella maravilla del ingenio y la creatividad que fue su Teatro Óptico.
Estrenado en París, el 28 de octubre de 1892, Reynaud consiguió proyectar durante doce y hasta quince minutos seguidos sus diapositivas dibujadas a mano sobre una cinta flexible perforada, los dibujos transcurrían acompañados de la música del piano y de los efectos sonoros producidos detrás de la enorme pantalla. Puedo imaginar a Reynaud durante la función, ocupado del buen funcionamiento de las cintas sobre las que viajaban los dibujos, y a la vez pendiente de que sonara algún tambor para simular un golpe o una caída de los personajes, y sé que tal y como sigue sucediendo hoy en el teatro, el verdadero espectáculo seguramente estaba detrás de los telones.
A partir de su estreno, el Teatro Óptico de Reynaud se convirtió en el espectáculo estrella del Museo Grévin durante casi una década; triunfaba entre el público parisino de finales de siglo que aplaudía encantado aquellas ingenuas historias, dibujadas y coloreadas a mano, que aparecían retroproyectadas en la tela. Entre 300 y 700 dibujos realizados de forma absolutamente artesanal avanzaban montados sobre las cintas, que podían llegar a medir hasta 50 metros de largo. Pensar hoy, desde nuestra cultura de las cosas y resultados inmediatos, en el esfuerzo que ese proceso suponía, sin la ayuda de las modernas técnicas que apoyan el trabajo de los animadores actuales, despierta inmediatamente una profunda admiración y reverencia.
Reynaud llamó a sus películas animadas «Pantomimas Luminosas» pero sus películas de dibujos animados tuvieron la mala suerte de nacer en la misma década que el invento de los Lumiere. Poco a poco la voraz e inconstante curiosidad humana dejó de interesarse por el Teatro Óptico de Reynaud y sus dibujos fueron cayendo en la sombra. De las Pantomimas Luminosas sólo se conservan hoy «Pauvre Pierrot, (1892)» y «Autour d’une Cabine, (1894)». Ambas películas animadas son historias llenas de candor, enternece verlas con su cierta torpeza y factura naif, pero perfectas en su capacidad para narrar y despertar nuestra imaginación.
Las Pantomimas Luminosas ahogadas en el Sena
Finalmente, el Teatro Óptico de Émile Reynaud, del que ya habían disfrutado cerca de 500.000 personas entre 1882 y 1900, fue vencido por el cinematógrafo. Aunque no se puede decir que Reynaud no le plantara cara al invento de los Lumiere, todo lo contrario, intentó conservar y proteger la permanencia de sus pantomimas adaptándose e incorporando los aportes del cinematógrafo. En 1896 rodó una película con actores que se llamó Guillermo Tell, y empezó a proyectar junto con sus pantomimas luminosas un noticiero de la casa Gaumont. Pero la suerte estaba echada, el ímpetu del cinematógrafo consiguió dejar vacía la sala del museo Grévin en la que Reynaud hacía sus funciones y el museo no renovó más su contrato.
Cuentan que una noche de 1910, desesperado, enfermo y arruinado, Émile Reynaud se convirtió a sí mismo en uno de aquellos personajes aterradores de las antiguas linternas y destrozó su ingenioso teatro a martillazos, lanzó sus películas al río Sena, apagando para siempre, en las sombras del río, la luz de sus dibujos. Este pionero del cine de animación acabó muriendo en 1918, unos dicen que recluido en un psiquiátrico, otras fuentes aseveran que víctima de una afección pulmonar, ninguno de sus cronistas pone en duda que terminó sumido en la más profunda tristeza y absoluta miseria.
A pesar del trágico final de sus pantomimas Luminosas, su creador no consiguió ahogarlas del todo en el Sena aquella noche. Ciento veinte años después, Émile Reynaud, creador del Teatro Óptico, está considerado en nuestros días el padre del cine de animación, y lo merece.
Cuando nos asomamos hoy a algunas de las grandes producciones de animación de nuestro tiempo, la ilusión de realidad es casi avasalladora, como si las películas ya no necesitaran tanto de nosotros para encontrar su sentido y comprensión definitiva; ellas, con su perfecta factura tecnológica, se bastan a sí mismas para crear la ilusión de realidad, nosotros sólo tenemos que entregarnos a ese universo de factura impecable, que sin duda nos atrapa y nos deslumbra. El tiempo en el que unos esqueletos pintados e iluminados sobre el vidrio podían aterrorizarnos, quizá también se ahogó en el Sena, pero… ¿Y la inocencia de Pierrot? Acaso sea ella la que sigue llevándonos al cine para dejarnos, subyugados y atónitos, ante las imágenes animadas, esa misma inocencia que nos hace llorar, cuando Chico besa a Rita y suena el piano de Bebo Valdés y nos olvidamos de que sólo son sombras animadas.