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¿Se puede llegar a odiar un talento innegable, un genio único si la única vía posible para que sea excepcional  y legendario sea la del castigo y flagelación personal?

¿Realmente para destacar en una disciplina y llegar al éxtasis creativo y marcar la diferencia es necesario el ultraje a uno mismo dejando que te aprieten las tuercas hasta que te asfixien?

¿Merece la pena sacrificar tu vida por dignificar tu muerte y ser considerado un genio?

Éstas son algunas de las preguntas que te plantea una de, a mi juicio, tres mejores películas de la temporada, “Whiplash” de Damien Chazelle, con uno de los descubrimientos del año, Miles Teller; y un E-S-P-E-C-T-A-C-U-L-A-R  futuro oscarizado,  J.K. Simmons (qué pena que no le den la oportunidad de hacer más papelones así, a ver si tras el Oscar esta situación cambia).

“Whiplash” es una oda a los genios, a su sacrificio, a la eterna dicotomía mencionada en las preguntas anteriormente citadas,  al jazz sublime, al ritmo, a baquetas que cobran vida como extensión sanguínea de unas manos llevadas al límite, y golpes a una “batería torácica”, al corazón bombeante al borde del colapso , a notas que recorren tus entrañas y que provocan un orgasmo sensorial y sensitivo, al pulso contra el represor, a la rebeldía como forma de superación, a la fuerza apisonadora que sólo aparece cuando esa misma fuerza te ha hecho morder el polvo.

Una película que elevará tus sentidos hasta la extenuación.

Placer y dolor, a partes iguales en un universo único en el que los genios luchan cuales dioses de tragedias griegas por eternizar su legado cueste lo que cueste.